06 noviembre, 2012

Tu hijo

Todos los días venía un coche de la familia a recogerme a la salida del colegio. No sé muy bien cuántos teníamos, cinco o seis, puede que fueran más, todos tan negros y brillantes que yo era incapaz de diferenciarlos. Aquel viernes conducía un hombre al que hacía semanas que no había visto, desde la última vez que papá salió de viaje. En ese momento supuse que mi padre había vuelto a casa, así que me senté contento en el asiento trasero, deseando llegar y que me abrazase.
Bajé del coche y atravesé corriendo el jardín hasta la puerta en la que mamá me recibe sonriendo. Me besó la cabeza y me hizo pasar diciéndome que tenía una sorpresa para mí, pero yo ya sabía lo que era. Entramos en el salón, donde encontre una pequeña caja envuelta en papel de regalo. Ella me miraba alegre esperando que corriese a abrirlo, mientras que yo le miraba indeciso sin saber si debía preguntarle por papá. Finalmente lo hice y ella asintió. Él había llegado esa misma mañana y ahora estaba reunido en una de las salas con otros hombres importantes, amigos de la familia, así los llamaban.
Mientras esperábamos a que acabara su reunión, mi madre insistió en que abriese ese envoltorio por el que todavía no había mostrado interés. Hacía dos semanas que yo había cumplido los 8 años y papá me había traído su regalo desde ese sitio que había visitado, no sé muy  bien dónde. No quería verle triste a ella, así que lo abrí. En su interior encontré un sobre de papel muy fino, casi trasparente, con unas entradas que podían haber sido para un partido de béisbol local, de fútbol americano o incluso de la liga universitaria de baloncesto. Pero no, esas dos entradas tenían muchísimo más valor para cualquiera, salvo para un niño americano sin ningún interés por acudir a una de esas competiciones en el hipódromo.
Creo que este era el deporte favorito de papá: las carreras de caballos, y esta debía de ser una de las más importantes  de los últimos años. Él siempre estaba hablando de ellas con los amigos de la familia, decían quién creía que iba a ganar y cómo haría para que ganase. A eso le llamaban apuestas. Le daban muchísima importancia a esos caballos; sin embargo, nunca vi a mi padre montar ninguno de ellos.
Unas horas después se abrió la sala en la que estaban reunidos, dos de los hombres de papá se quedaron en la puerta mientras los amigos de la familia le besaban la mano. Desde un sofá del vestíbulo mi madre y yo veíamos cómo cada amigo se dirigía a la salida después de esa despedida, un beso en el anillo familiar. Desde hacía años sospechaba que se trataba de un saludo secreto, como el choque que tenía yo con mis amigos de clase, algo personal que nos daba esa identidad de grupo.
Cuando terminó de despedir a sus amigos mi padre se acercó al sofá y puso su mano sobre mi cabeza, despeinándome con cariño mientras me decía: "Feliz cumpleaños, hijo. Siento no haber venido antes, ¿te gustó mi regalo?", y yo asentía con timidez, cohibido por su grave y potente voz. Quise abrazarle, levantarme y apretar con toda mi fuerza la cintura del hombre al que más admiraba. Sin embargo, la elegancia de su chaleco gris con el impoluto blanco de su camisa y la delicadeza con la que se colocaba el borsalino definían una figura suficientemente poderosa como parar provocar el tembleque de mis delicadas piernas descubiertas. Elegí permanecer sentado apretando la mano de mi madre mientras los hombres de papá le miraban con respeto.
Yo era demasiado pequeño como para pensar en mi futuro, pero no dejaba de hacerlo. Deseaba que algún día me mirasen como lo hacían los hombres de papá, que nunca me llevasen la contraria y siempre obedecieran a mis palabras. Me gustaría andar como él por un barrio en el que todo el mundo me admirara y me obsequiara con regalos. Sin embargo, me aterraba la idea de imaginarme a mis hijos incapaces de levantarse para abrazarme.

(Patricia Rodríguez Aranguren, cuento)