20 noviembre, 2012

Mi nombre es Billie

Quiero pensar que hoy es un día importante, que estoy tomando la decisión que cambiará mi vida. Me gustaría engañarme mientras cruzo el umbral de la puerta. Probablemente ya lo he conseguido, me hago creer que salgo de esa casa teniendo en cuenta las consecuencias, habiendo analizado mi situación antes de decidir que no seguiría viviendo allí.
Mi nombre es Billie, no es la abreviatura de William, ni una forma cariñosa de llamarme, qué va. Hace  14 años mi madre mandó escribirlo en el hospital donde nací, a pesar de que en un primer momento la matrona se negaba a darme ese nombre. Le parecía impropio para un niño, elegido por una mujer drogadicta que a los dos días de dar a luz me abandonaría. Pero esa enfermera se equivocaba, no en lo referente a las drogas, pero si en lo que me depararían los días siguientes, ya que mi madre no me separó de su lado ni un solo instante.
Me pregunto qué me habría pasado si mi madre me hubiese abandonado, si mis días en la calle habrían estado contados o si, milagrosamente, alguna joven pareja me habría acogido en su familia. Suelo imaginarme cómo habría sido mi vida educándome en una de las mansiones de Beverly Hills, entre los estudios de las colinas de Hollywood o tutelado por grandes empresarios de Silicon Valley. Destinos ilimitados de los que mi madre me privó, o me salvó.
Sin embargo, el hogar que dejo atrás no era más que la pequeña casa de Berkeley que mis padres habían ocupado desde su propia emancipación. Podría describirla como cuatro paredes más dentro de ese suburbio urbano, hablar de todo el vandalismo que veía a través de mi ventana y contar cómo crecí entre la criminalidad de aquel barrio. Pero todo eso es parte de lo que soy, una ciudad que llegó a ser la cuna del movimiento hippie, una madre que en plena década de los 90 seguía viviendo veinte años atrás y un padre al que solo veía cada vez que salía de la cárcel, antes de que le encontraran robando algún bolso para pagar su adicción.
Sentado en el porche me escondo del mundo para reflexionar, dedico a mi infancia esos insignificantes minutos de la noche más decisiva. Es demasiado tarde para echarse atrás. Ya estoy fuera con aquello que necesitaré, esa guitarra a la que no era capaz de culpar de mi situación, junto a mis objetos personales, si así podemos llamar a mi triste equipaje. Apenas ocupaban espacio estas pertenencias, me hubiese gustado que no fuera así, aunque me resultaría mucho más práctico para llevarlo en una misma bolsa, junto al dinero.
No había tenido tiempo de contar todos esos billetes, o no había querido hacerlo por miedo a que no fuera suficiente para pagar mi deuda al Sr. Jimmy.  Ni siquiera me había parado a pensar qué hacía semejante cantidad escondida en mi propia casa, ¿realmente creía que pertenecía a los pobres camellos que me habían educado? Sabía que mis padres no podrían haber recaudado ni la mitad de ese dinero en toda su vida, pero si me detenía a buscar respuestas perdería la única oportunidad de no acabar enterrado por los matones del Sr. Jimmy.
Me levanté del suelo, incorporándome con el mayor sigilo. Miré la puerta cerrada, despidiéndome así  de la que hasta ahora había sido mi vida. Me dispuse a bajar esos cuatro escalones con un miedo que nunca antes había sentido. Anduve durante casi media hora hasta llegar al casino donde solían decir que no era difícil encontrar al Sr. Jimmy. Yo nunca había visto al gran dueño de la ciudad, incluso había pensado que se trataba de un mito, pero llegó un momento en el que tuve un proyecto, y cuando necesité dinero recurrí a él.
Mi proyecto tenía nombre, Sweet Children, la banda de rock a la que debería renunciar si no podíamos pagar el local y todo el material prestado. Contactar con el Sr. Jimmy no fue difícil, ya que el barrio entero hablaba con él, pero nadie lo hacía directamente. Preguntando por las calles acabé contactando con uno de sus hombres, que me entregó la cantidad de marihuana suficiente para salvar mi grupo y pagarle los correspondientes intereses si conseguía venderla a tiempo. Una mercancía que desapareció el mismo día que entró en mi casa.
Frente al casino reconocí a uno de los hombres del Sr. Jimmy. Se dirigió a mí como William, el nombre que les di. Quise entregarle el dinero y desaparecer de esa ciudad, pero insistió en llevarme a hablar con su jefe. Aterrorizado, le seguí hasta la puerta de aquel elegante infierno, custodiada por dos hombres más al servicio de mi deudor.  Mientras uno de ellos nos abría las puertas dirigí mi mirada al otro hombre, momento en el que mi corazón aceleró sus latidos, consciente de que en cualquier instante podría frenar su funcionamiento. El rostro atónito de mi padre se encontraba bajo el sombrero de aquel hombre. A través de las mangas de esa sucia americana se asomaban las manos que me habían dado de comer, las que me habían ayudado a andar y me enseñaron cuánto podía doler la bofetada de un padre. Esas mismas manos fueron las primeras en reaccionar. Durante el segundo más eterno de mi vida pude ver cómo mi padre sacaba una pistola del interior de esa chaqueta, pude oír un disparo, dos, tres, no sé cuántos. Esa misma mano agarró la mía y, tirando de ella, me alejó de aquella sádica escena.
 
(Patricia Rodríguez Aranguren, cuento)